Entre las numerosas obras
de arte de estos caminos se cuentan los puentes,
indispensables por los muchos ríos, torrentes
y hendiduras provocadas por los sismos.
Los más célebres entre ellos, los
puentes colgantes, se los construía con cuatro
cables de fibra de cabuya que en cada margen eran
fijados a rocas o apilones de piedra. Su tablero
era un cañamazo de lianas o juncos trenzados
recubiertos de ramas, y sus pretiles eran de un
tejido similar.
El conjunto era de una perfecta solidez ya que hasta
los grandes personajes pasaban en litera por allí
como más tarde hicieron los españoles
llevando a sus caballos.
Sin duda que hacía falta cierta costumbre
para no impresionarse cuando el viajero se aventuraba
por primera vez sobre esas especies de largas hamacas
que se balanceaban sobre el agua al soplo del viento
y que se combaban al paso.
En algunos casos, había otro puente paralelo
para uso de los miembros de la familia imperial
y de los altos funcionarios, junto al que usaba
el común del pueblo.
En ocasión de invasiones estos puentes colgantes
eran quemados para detener el avance del enemigo.
Por ese motivo muchas veces se puso fuego al gran
puente sobre el Apurimac, clave del acceso al Cuzco,
para preservar la capital.
Excepcionalmente algunos de estos puentes no tenían
barandas los españoles narran que ellos los
pasaban gateando.
Cuando los viajeros transitaban caminos secundarios
debían utilizar a veces medios aún
más impresionantes, como la oroya.
Este procedimiento consiste en un cable tendido
sobre el obstáculo, por el que se desliza
un trozo de madera curvado tirando desde la orilla
opuesta por otro cable, del cual trozo pende una
canasta en que se ubica el pasajero. Si, como era
común, no había canasta (la oroya),
el pasajero era atado al trozo de madera.
De un modo aún más primitivo, cuando
no hay ni siquiera esa madera ni indio de servio,
el viajero debía pasar como mono, ayudándose
con pies y manos.
En todos los casos, por la pendiente de la cuerda,
la primera mitad del paso es relativamente fácil.
El momento crítico más allá,
en al punto más bajo de la flexión
y hay que comenzar a subir. Existe entonces peligro
de que el encargado no consiga tirar de la canasta
o de la pieza de madera, y que la cuerda se corte
en el caso de un esfuerzo demasiado grande.
En ese instante el pasante queda suspendido en medio
del cauce del río y a poca distancia del
agua ni no es que directamente la toca y se remoja
poco o mucho. En tal caso el guardián decide
generalmente enganchar otra cuerda y él mismo
se acerca, a fuerza de manos, al peligroso lugar
donde espera el viajero. No es imposible que el
propio cable de la oroya se rompa bajo este pero
suplementario.
Hoy el viejo sistema ha sido reemplazado por el
huaro, que un novelista describe así: "Os
encontráis en una especie de barquilla o
de jaula de ganado donde dos personas apenas pueden
sostenerse sin soltar los barrotes por el balanceo
del viento. Esto se desliza por un cable de hacer
colgado entre dos estacas de una orilla a otra,
y por un ingenioso juego de poleas, dos bueyes que
se alejan por una margen tiran de una cuerda atada
a vuestra barquilla y la llevan a la otra margen
del río. Hay un momento delicado: el arco
que hace el cable baja el todo hasta tocar el agua
burbujeante y termináis el paso con el rostro
salpicado de espuma".
Tales puentes estaban compuestos por dos a cinco
"cables" de fibras trenzadas (de paja
o de abuya/ágave americano) que llegaban
a tener 60 cm de diámetro y soportaban un
tablero hecho de troncos transversales. Las barandas
se componían de otras dos "sogas"
con un tejido de fibras que iba desde ellas al tablero.
Los "cables" iban amarrados a parapetos
de piedra construidos en cada margen.
Cuando se trataba de cruzar los ríos anchos,
los indos disponían de balsas de troncos
de árboles que eran tiradas desde la orilla
opuesta y también de calabazas unidas y sumergidas
en parte que los encargados tiraban o empujaban
nadando, o, cuando era posible, las guiaban apoyándose
con bicheros en el fondo del río.
En la embocadura del río Desaguadero del
Lago Titicaca, al gran ruta de la Sierra lo pasaba
por un puente flotante cuyo tablero reposaba sobre
flotadores de totora.
LOS TAMBOS
A lo largo de los
caminos y especialmente en cruces montañosos
fríos y azotadas por el viento, se levantan
tambos o tampus, construcciones más o menos
importantes destinadas a refugio de los viajeros
en recintos de un piso y de las llamas en corrales
vecinos. Un encargado guardaba allí alimentos
que le permitían dar de comer a altos personajes
de paso.
De esta posibilidad manducatoria los españoles
no tardaron de abusar y hasta se instalaban a vivir
en esos lugares. Para poner fin a tales excesos
en 1543 fueron dictadas las "Ordenanzas de
tambos".
Es difícil establecer en qué medida
los tambos y los graneros públicos (pirua)
se confundían, sobre todo en las ciudades.
Ni los cronistas ni los comentaristas se han puesto
de acuerdo sobre este punto.
LOS MENSAJES
Solo la administración
utilizaba los mensajes.
Se los elegía entre los más ágiles
y se los entrenaba especialmente desde su adolescencia.
Habitaban en chozas o cabañas ubicadas a
lo largo de los caminos.
Los reglamentos preveían que debían
estar en número de 4 a 6 en cada una de esas
postas.
Se procedía así: dos mensajeros debían
estar siempre agachados en el umbral mirando cada
uno a un lado del camino.
Apenas uno advertía la proximidad del correo,
debía ir a su encuentro. Volviendo sobre
sus pasos corría al lado mientras recibía
el mensaje ora y, a veces equipo que lo acompañaba.
Luego continuaba solo la carrera, lo más
rápidamente posible, hasta la choza siguiente
donde transmitía el mensaje del mismo modo.
Estos correos se reconocían desde lejos por
el plumero blanco que llevaban en la cabeza y porque
hacán notar su paso tocando una trompeta.
Estaban obligados a secreto profesional e iban armados
de maza y honda.
Gracias a este sistema de postas, la rapidez de
la transmisión alcanzaba hasta 240 km por
día.
Estos mensajeros, llamados "chasquis",
también transportaban bultos livianos tales
como ciertos productos para la mesa del Inca. Los
envíos pesados se los confiaba a otros portadores
llamados "hatun-chasquis", cada uno de
los cuales marchaba durante media jornada.
Todos esos agentes eran mantenidos por los depósitos
públicos y eran dirigidos por la jefatura
de un alto dignatario.
Si el mensaje tenía una importancia particular
y emanaba del mismo monarca, iba marcado con un
hilo rojo (llautu) o acompañado de un bastoncito
con marcas cuyo significado no es conocido, que
parece haber sido utilizado por los cañaris
del Ecuador.
En las cercanías de cada choza había
una hoguera cuyo fuego estaba a cargo de un jefe
cuando se producía un acontecimiento grave
(sublevación o invasión). Cada uno
de los correos apostados a lo largo del camino encendía
a su turno el que tenía a su cuidado. La
señal de fuego se propagaba así hasta
la capital donde ponía sobre aviso al emperador
y su consejo. Antes ya de conocer la causa de esta
inquietud, se tomaban disposiciones a fin de que
el ejército estuviese listo para partir hacia
la provincia desde donde provenía el grito
de alarma.