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El
Presidio de San Juan - Isla de los Estados |
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Enviado
por el diario La Nación, Roberto Jorge
Payró (1867-1928) visitó la isla
de los Estados en marzo de 1898. Le pareció
casi imposible huir de la isla sin un buque adecuado.
Halló casi 50 penados militares, seis de
ellos con mujeres, que trabajaban en el corte
de leña, construcción de caminos,
carpintería, pesca, y descarga del transporte,
de buena conducta en general.
Roberto J. Payró, «El presidio de
San Juan», en La Australia Argentina, excursión
periodística a las costas patagónicas,
Tierra del Fuego e Isla de los Estados, Buenos
Aires, Imp. de «La Nación»,
1898, pp. 359-365 (ahora en Los prófugos
de la isla de los Estados, según diarios
de la época, Caja Editora, 1999, pp. 40-51).
La Isla de los Estados parece hecha expresamente
para presidio y para fortaleza.
Está aislada, solitaria en medio de las
olas tumultuosas, sin que buque alguno de los
que pasan a su vista, vaya a recalar por capricho
a sus puertos, donde no podría refrescar
sus vituallas.
Es al mismo tiempo centinela avanzado de la navegación
del Cabo de Hornos, y ofrecería seguro
asilo a los barcos que en ella se refugiasen...
si tuviera cañones que completaran su defensa
natural.
Nadie puede escapar de ella sin contar con sus
guardianes primero, con un buque de cierta estabilidad
que fuese en su busca, después.
Huir del presidio para vagar por la isla ¡imposible!
a menos de comer ratas y mejillones, o de tener
medios de cazar las aves de los lagos o de las
costas, y ser de una constitución a prueba
de bomba para soportar a la intemperie las inclemencias
del clima.
Así, pues, no es extraño que San
Juan del Salvamento sea presidio militar; lo que
sí extraña es que no se le haya
dado mayor amplitud, llevando también presos
civiles, y ensayando una colonia penal, que -debidamente
organizada- tendría que dar excelentes
resultados. Los colonos podrían gozar de
cierta libertad, sin otro encierro que las murallas
de piedra de la isla, y el inmenso océano
que la ciñe. Un solo barco de vapor bastaría
para vigilar eficazmente sus costas, siempre que
los presidiarios formaran un solo núcleo,
y que no les fuera posible ocultarse sin que se
notara su falta.
Hoy por hoy, los pobladores forzosos de la Isla
de los Estados no llegan a cincuenta, y son todos
soldados o clases de los cuerpos de línea,
excepción hecha de un capitán de
guardias nacionales. Entre ellos hay dieciocho
homicidas.
Aunque la tarea no sea agradable ni mucho menos,
me permitiré pasarlos en revista, considerando
que no todo lo útil ha de ser ameno, y
que vale la pena conocer el presidio y sus habitantes.
Trinidad Cuello, fue condenado a diez años
de presidio por insubordinación. Cuenta
que al ser maltratado por un subteniente se resistió,
dando lugar a que se le castigase con pena tan
severa.
Pedro Carrasco, soldado del 2º de caballería,
hallándose en estado de embriaguez, fue
provocado por un dragoneante, a quien hirió
causándole la muerte: diez años
de presidio.
Anfiloquio Pérez, cabo del 2º de caballería,
habiendo sorprendido in fraganti delito de adulterio
a su mujer y un sargento, mató a éste:
diez años.
Pedro Royal, cabo del 3º de infantería,
mató a un cabo, hallándose ebrio:
tiempo indeterminado.
Marcelino Monteiro, marinero, condenado a diez
años de presidio, es lo que puede llamarse
una bestia humana. Dominado por un vicio contra
natura, mató a un compañero que
dormía por considerarlo rival en la amistad
inconfesable con otro hombre.
A esta especie de degenerados pertenece también
Eduardo Aparicio, condenado a diez años
por un asesinato alevoso, y que antes había
ocasionado ya otra muerte. Tiene fama en el presidio
por su corrupción realmente abyecta.
Juan C. Castex, condenado a presidio indeterminado,
por homicidio, y que gozaba de grandes preeminencias
hasta la llegada del nuevo subprefecto de San
Juan.
Isidro Ramírez, soldado del 3º de
infantería, hombre sano y robusto, muy
blanco y hasta casi simpático si no fuera
por su mirada aviesa y torva, es sin duda el criminal
más perverso de todos aquellos presidiarios,
entre los que los hay de alma atravesada, como
vulgarmente se dice. Había hecho una muerte
y estaba en la cárcel, cuando, como se
usaba entonces con grave desprestigio del ejército,
fue sacado de ella para engancharlo. No tardó
en desertar de las filas, pero fue perseguido,
se le dio alcance, y al capturarlo mató
a uno de sus compañeros de cuerpo. Llevado
ante el consejo de guerra, éste, en vista
de la reincidencia con circunstancias agravantes
según la ley militar, lo condenó
a presidio por tiempo indeterminado. Confinado
en la isla, la noche del 3 de julio de 1897 tuvo
un altercado con el despensero cabo Carrozza por
una ración de caña que éste
no quería darle; aprovechando la oscuridad,
y hallándose indefenso el cabo, lo mató
infiriéndole once puñaladas...
Anacleto Rojas, 10 años; Angel Pastrana,
tiempo indeterminado; Nicolás Tejeda, quince
años; Félix Lavallena, José
Gatica, Anselmo Ortiz, Enrique Pasarello, Pedro
Sierra y José Sinsano [Cenzano], a presidio
indeterminado y Dionisio Torres a nueve años,
todos ellos por homicidio.
Estos penados, sobre cuyas conciencias pesa la
sangre derramada, no son los únicos que
sufren su condena en el presidio de la isla. Otros,
por causas más leves, y en resumen perdonables
por la sociedad, pues sus delitos lo son únicamente
respecto de la institución militar, comparten
con aquellos su desgraciada suerte, y viven en
común, aunque sean mucho más dignos
de interés y de lástima. Pobres
soldados, que han querido protestar, no seguir
siendo máquinas, sin acordarse de que ya
era peor para ellos volverse atrás.
Juan de Dios Gómez y Juan Yáñez,
del 12º de infantería, han sido condenados
a diez años, por abandono del servicio,
escalamiento y deserción. Cuentan, y no
estoy muy lejos de creer que dicen la verdad,
que entraron como voluntarios a formar parte del
batallón, pero que cuando, cansados del
servicio, pidieron la baja, no se les dio porque
figuraban en los libros del cuerpo como enganchados,
aunque no hubieran recibido el importe de su enganche.
Como se les anunció que tendrían
que servir dos años más, desertaron,
fueron aprehendidos, y... ahí están
en San Juan del Salvamento.
Pedro Peralta, Salustiano Sosa, Jacinto Moyano,
Juan B. Peralta, Francisco Murúa, Melitón
Pizarro, Moisés Medina, José González,
Agustín Alvear y Enrique Cáceres,
sufren diversas condenas por insubordinación.
El motín del 3º de caballería,
es el hecho que ha dado mayor contingente al presidio:
allí está el cabo Justino Sánchez,
por tiempo indeterminado; el trompa Carmelo Rodríguez
y los soldados Jacinto Castro, Miguel Burgoa y
Martín Rodríguez, por doce años,
y los de igual clase Gustavo Gavelli, Lorenzo
Gil, Pantaleón Zárate, Emilio Borjas,
Saturnino López y Ramón Menzequies,
por diez años...
Estos presos han tenido, en general, buena conducta,
y ésta mejora a medida que la disciplina
se implanta con más rigidez. Antes anduvo
muy relajada, flojos los resortes, a su albedrío
los presidiarios. Ahora, y especialmente desde
que Demartini se ha hecho cargo de la Subprefectura,
reina el orden, y los nenes esos entran en vereda,
se dedican al trabajo, y dan poco que hacer.
Pero aunque el presidio estuviera bastante desorganizado,
menester es confesar que los presos no han cometido
tantas barrabasadas como pudieran. En ocho años,
en efecto, sólo se registra un asesinato,
el perpetrado por Ramírez, y dos heridas
en pelea, en noche de orgía, muy frecuentes
en otro tiempo, pues cada vez que llegaba un transporte,
los presos se procuraban alcohol... Han pagado
hasta quince nacionales por una botella de bebida
espirituosa que no vale un peso en Buenos Aires...
La vigilancia, no muy estricta, se burlaba fácilmente,
y no era raro ver cuatro o cinco ebrios poco después
de haber entrado un buque al puerto.
Con todo esto, se ve que son de buena pasta cuando
los anales de San Juan no están llenos
de escenas dramáticas, su-blevaciones,
fugas, asesinatos y otras lindezas del mismo jaez.
Gente ya ensangrentada, y con la excitación
del alcohol...
-Dígame, Morgan -pregunté un día-
¿y cómo hacían estos diablos
para procurarse bebidas sin que los sorprendieran?
El contramaestre se sonrió, y me dijo:
-Hay mil modos, fuera del más sencillo,
que es hacerlas introducir por los mismos guardianes...
-¿Pero los otros? ¿cuáles
son los otros?
-Muy simples, y comunes a los marineros y los
presos de todas las naciones: una línea
de pescar que en vez de peces lleva a la costa
una botella atada al extremo desde el barco, una
caja de tabaco llena de caña, una vejiga
convertida en bota, y oculta luego entre la camisa
y la carne...
Una vez, cierto buquecito vino de Punta Arenas,
con artículos generales, entre los que
había cocos; estos eran de dos clases,
y se vendían unos a cincuenta centavos
la pieza, otros a cuatro pesos. Estos últimos,
especiales, estaban llenos de guachacay, de tal
modo que por la noche abundaron los borrachos,
sin que nadie se explicara en el primer momento
de dónde procedía el alcohol...
Entre los presos hay seis que tienen mujeres,
más o menos legítimas, como si se
tratara de implantar allí una especie de
colonia penal. Ensayo insuficiente, y desde luego
fracasado, pues será difícil arraigar
una población en San Juan, cuyos recursos
no pueden ser más escasos, y cuyo clima
no puede ser más inclemente.
Los trabajos a que se dedican los presidiarios
tienen que ser necesariamente poco variados, por
la estrechez de su campo de acción: corte
de leña en el bosque, construcción
de caminos, conservación de los existentes,
algo de carpintería, un poco de pesca,
descarga de los víveres y vestuarios a
la llegada del transporte... En sus horas de ocio
algunos se dedican a fabricar objetos de madera,
pacientes «trabajos de presos», que
venden a los raros visitantes de los transportes;
pero dudo de que, con una buena organización,
tuvieran otros momentos de ocio que los dedicados
a la comida y al sueño.
Esa organización ha dejado mucho que desear
hasta ahora, pero el capitán Demartini,
lleno de buenas intenciones, ha puesto desde su
llegada todo su empeño para ajustar los
resortes flojos o relajados e introducir de lleno
la disciplina militar en el presidio militar,
que de otro modo no se comprendería.
En breve tiempo ha hecho reconstruir completamente
el camino al faro, que se hallaba en estado lamentable,
sin reparación desde que lo hizo la gente
de la expedición Lasserre, y ha dado principio
al camino a Cook, obra de muy difícil realización
por los turbales que suben casi hasta la cresta
de las altas lomas que se levantan entre San Juan
y el fértil istmo a cuyos lados están
los puertos de Cook y de Vancouver. Un rompeolas
de necesidad urgente, pues el mar socava y carcome
la barranca en que está instalada la Subprefectura,
iba a ser comenzado cuando salí de la isla.
El trabajo trae necesariamente consigo el orden
y las buenas costumbres en las colectividades
de esa especie, muy inclinadas a toda clase de
extravíos y de vicios, por poco que encuentren
la ocasión de dar rienda suelta a los instintos
individuales. Se cuentan del presidio cosas que
no son para repetidas, y que indudablemente no
volverán a suceder, sino como excepción,
desde que se implante un régimen severo
de labor y no se descuide la vigilancia, nunca
excesiva en tales casos.
Sin embargo, el presidio seguirá costando
dinero al gobierno mientras no se le provea de
herramientas y útiles que hagan más
aprovechable el trabajo de los presos, que hoy
se sirven de instrumentos primitivos e insuficientes.
Se pensó en darle un aserradero a vapor,
que nunca ha llegado a la isla. Con él
podrían haberse mejorado y aumentado las
habitaciones, labrando la excelente madera que
abunda en los bosques cercanos a la Subprefectura;
con él, los presidiarios no tendrían
que quedarse de brazos cruzados en los días
tan frecuentes de mal tiempo, en que es imposible
trabajar a la intemperie; con él podrían
haberse hecho embarcaciones que faltan para el
servicio de las costas, y tablas y tablones que
hay que llevar hoy de Buenos Aires al país
de la madera...
Pero puede dotarse a la isla, sin gran gasto,
de un elemento tan útil: no faltan motores
que no se aprovechan en los talleres del Gobierno,
y las sierras circulares y sin fin no cuestan
lo que se economizaría teniéndolas
en actividad en San Juan.
Esto mismo contribuiría a hacer más
llevadera la vida de aquellos infelices que, lejos
del mundo, aislados de todo contacto externo,
la pasan en medio de una tempestad continua, envueltos
en nubes, bajo la lluvia, bajo el granizo, bajo
la nieve, transidos por ráfagas glaciales,
sin ver sino rara vez un fugitivo rayo de sol.
No son ellos sentimentales, rudos soldados hechos
a la fatiga y a las privaciones del campamento;
pero rodeados de montañas, sometidos a
un reglamento que suprime las iniciativas, sumergidos
en una atmósfera gris que limita aún
el escaso horizonte, llevan en el rostro un sello
de melancolía que no se observa en la mayor
parte de los penados de la penitenciaría.
En aquel pantano circunscripto, apenas más
grande que una cárcel, los árboles
verdes dan aún menos idea de libertad que
las paredes blanqueadas de una celda...
Y entre los desgraciados que arrastran esa triste
existencia, hay algunos condenados por deserción
a diez años de presidio, y que los cumplirán
quizás aunque el nuevo código haya
reducido la pena a la mitad. Los tribunales militares
¿no tendrán en cuenta que este beneficio
de la ley debe alcanzarles a ellos también?.
Esperemos que sí.
Ellos, entretanto, viéndose en la misma
situación de los que han armado su mano
de puñal y la han manchado con sangre del
prójimo, alevosamente vertida, harán
amarga y práctica filosofía sobre
la equidad humana, esa abstracción irónica
que siglo tras siglo viene como un Proteo cambiando
de forma y de significado, sin llegar nunca a
ser una verdad...
Pero su suerte sería menos amarga si no
sufriesen otras torturas que se añaden
a éstas: la invencible envidia, el celo
violento, casi hasta llegar al odio, hacia los
que tienen mujer, aunque sean más criminales
que ellos, y gozan a sus ojos de la vida de familia,
en ranchos aislados, en torno de la cuadra común...
Siquiera pudiesen equiparar fortunas... Pero ¿dónde
encontrar la Eva de aquel paraíso al revés?...
¡Pobre gente! Mientras los criminales natos
hacen por conservar su especie, ellos que todavía
podrían ser miembros útiles de la
sociedad, como que solo son culpables respecto
de una ley convencional, cuyos mandatos olvidaron
un día, se consumen estérilmente
en aquellas soledades dantescas, que poca inspiración
llevarán a su espíritu inculto.
Todo se ha de hacer a medias y por vía
de ensayo en nuestro país: es de reglamento.
Eso explica que la incipiente colonia penal tenga
seis mujeres y cincuenta penados a cargo de un
piquete de infantería de marina y de un
destacamento de marineros de la Subprefectura,
que también envidiarán a ratos la
suerte de los presidiarios, como que suele olvidarse
su existencia y quedarse en Buenos Aires los relevos...
Título original de este artículo:
«El presidio de San Juan», en Roberto
J. Payró, La Australia Argentina, excursión
periodística a las costas patagónicas,
Tierra del Fuego e Isla de los Estados, Buenos
Aires, Imp. de «La Nación»,
1898, pp. 359-365.
«El faro de San Juan, el más austral
del mundo». Fotografía tomada por
la expedición antártica belga, en
enero de 1898. Grabado del Voyage de la Belgica,
Quinze mois dans l'Antarctique, por Adrien de
Gerlache, Bruxelles, Imp. Scientifique Ch. Bulens,
Editeur, 1902, p. 103.
"El presidio de San Juan, por Roberto J.
Payró" Caja Editora.
<http://www.multimania.com/cajaeditora/xpayro_001.html>
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